lunes, 28 de marzo de 2011

Gabriel García Márquez, colombiano

Si alguien llama a tu puerta, amiga mía,y algo en tu sangre late y no reposay en su tallo de agua, temblorosa,la fuente es una líquida armonía.Si alguien llama a tu puerta y todavíate sobra tiempo para ser hermosay cabe todo abril en una rosay por la rosa se desangra el día.Si alguien llama a tu puerta una mañanasonora de palomas y campanasy aún crees en el dolor y en la poesía.Si aún la vida es verdad y el verso existe.Si alguien llama a tu puerta y estás triste,abre, que es el amor, amiga mía. La Despedida de un Genio Si alguien llama a tu puerta, amiga mía,y algo en tu sangre late y no reposay en su tallo de agua, temblorosa,la fuente es una líquida armonía.Si alguien llama a tu puerta y todavíate sobra tiempo para ser hermosay cabe todo abril en una rosay por la rosa se desangra el día.Si alguien llama a tu puerta una mañanasonora de palomas y campanasy aún crees en el dolor y en la poesía.Si aún la vida es verdad y el verso existe.Si alguien llama a tu puerta y estás triste,abre, que es el amor, amiga mía. Cien años de soledad Fragmento (1) Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. "Las cosas tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima." José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: "Para eso no sirve." Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. "Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa", replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer. En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. "La ciencia ha eliminado las distancias", pregonaba Melquíades. "Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa." Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirlas. José Arcadio Buendia no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la sierra, se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendía prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas, permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue esa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a si mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento: -La tierra es redonda como una naranja. Úrsula perdió la paciencia. "Si has de volverte loco, vuélvete tú solo", gritó. "Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano." José Arcadio Buendía, impasible, no se dejó amedrentar por la desesperación de su mujer, que en un rapto de cólera le destrozó el astrolabio contra el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostró, con teorías que para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había construido una teoría ya comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una prueba de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia. Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. En sus primeros viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendía. Pero mientras éste conservaba su fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas, el gitano parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó a José Arcadio Buendía mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquel era el principio de una grande amistad. Los niños se asombraron con sus relatos fantásticos. Aureliano, que no tenía entonces más de cinco años, había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando con su profunda voz de órgano los territorios más oscuros de la imaginación, mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio. -Es el olor del demonio -dijo ella. -En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que el demonio tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán. Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades. El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de cazuelas, embudos, retortas, filtros y coladores- estaba compuesto por un atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitación del huevo filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según las descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la judía. Además de estas cosas, Melquíades dejó muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien supiera interpretarlos intentar la fabricación de la piedra filosofal. Seducido por la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogue. Úrsula cedió, como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces José Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al caramelo vulgar que al oro magnífico. En azarosos y desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero. Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la población. Pero la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al público por un instante -un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito de los años anteriores- y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos intolerables, pero experimentó un saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la mañana perdió todo interés en las investigaciones de alquimia; sufrió una nueva crisis de mal humor, no volvió a comer en forma regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa. "En el mundo están ocurriendo cosas increíbles", le decía a Úrsula. "Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros." Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo, se asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de Melquíades. Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea. La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca. José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto. Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros. Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de trasmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos. José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en épocas pasadas -según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo- Sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites. La ciénaga grande se confundía al occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura. Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron por la pedregosa ribera del río hasta el lugar en que años antes habían encontrado la armadura del guerrero, y allí penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera semana, mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para los próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la necesidad de seguir comiendo guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante más de diez días, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la vegetación fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvió triste para siempre. Los hombres de la expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por una tenue reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva que casi veían crecer ante sus ojos. "No importa", decía José Arcadio Buendía. "Lo esencial es no perder la orientación." Siempre pendiente de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron salir de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores, El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó el ímpetu de José Arcadio Buendía. Consideraba como una burla de su travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo insalvable. Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a atravesar a región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. Sólo entonces convencido de que aquella historia no había sido un engendro de la imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra firme. Pero José Arcadio Buendía no se planteó esa inquietud cuando encontró el mar, al cabo de otros cuatro días de viaje, a doce kilómetros de distancia del galeón. Sus sueños terminaban frente ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía los riesgos y sacrificios de su aventura. -¡Carajo! -gritó-. Macondo está rodeado de agua por todas partes. La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante mucho tiempo, inspirada en el mapa arbitrario que dibujó José Arcadio Buendía al regreso de su expedición. Lo trazó con rabia, exagerando de mala fe las dificultades de comunicación, como para castígarse a sí mismo por la absoluta falta de sentido con que eligió el lugar. "Nunca llegaremos a ninguna parte", se lamentaba ante Úrsula. "Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia." Esa certidumbre, rumiada varios meses en el cuartito del laboratorio, lo llevó a concebir el proyecto de trasladar a Macondo a un lugar más propicio. Pero esta vez, Ursula se anticipó a sus designios febriles. En una secreta e implacable labor de hormiguita predispuso a las mujeres de la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la mudanza. José Arcadio Buendía no supo en qué momento, ni en virtud de qué fuerzas adversas, sus planes se fueron enredando en una maraña de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en pura y simple ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y hasta sintió por él un poco de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo comentando entre dientes sus sueños de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del laboratorio. Lo dejó terminar. Lo dejó clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo entintado, sin hacerle ningún reproche, pero sabiendo ya que él sabía, porque se lo oyó decir en sus sordos monólogos, que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Sólo cuando empezó a desmontar la puerta del cuartito, Ursula se atrevió a preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó con una cierta amargura: "Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos." Úrsula no se alteró. -No nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo. -Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra. Úrsula replicó, con una suave firmeza: -Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero. José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad de su mujer. Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía, con la promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar unos líquidos mágicos en la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y donde se vendían a precio de baratillo toda clase de aparatos para el dolor. Pero Úrsula fue insensible a su clarividencia. -En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos -replicó-. Míralos cómo están, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros. José Arcadio Buendía tomó al pie de la letra las palabras de su mujer. Miró a través de la ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta soleada, y tuvo la impresión de que sólo en aquel instante habían empezado a existir, concebidos por el conjuro de Úrsula. Algo ocurrió entonces en su interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraigó de su tiempo actual y lo llevó a la deriva por una región inexplorada de los recuerdos. Mientras Úrsula seguía barriendo la casa que ahora estaba segura de no abandonar en el resto de su vida, él permaneció contemplando a los niños con mirada absorta, hasta que los ojos se le humedecieron y se los secó con el dorso de la mano, y exhaló un hondo suspiro de resignación. -Bueno -dijo-. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones. José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce años. Tenía la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el carácter voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y fortaleza física, ya desde entonces era evidente que carecía de imaginación. Fue concebido y dado a luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de la fundación de Macondo, y sus padres dieron gracias al cielo al comprobar que no tenía ningún órgano de animal. Aureliano, el primer ser humano que nació en Macondo, iba a cumplir seis años en marzo. Era silencioso y retraído. Había llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos abiertos. Mientras le cortaban el ombligo movía la cabeza de un lado a otro reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a quienes se acercaban a conocerlo, mantuvo la atención concentrada en el techo de palma, que parecía a punto de derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia. Úrsula no volvió a acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un día en que el pequeño Aureliano, a la edad de tres años, entró a la cocina en el momento en que ella retiraba del fogón y ponía en la mesa una olla de caldo hirviendo. El niño, perplejo en la puerta, dijo: "Se va a caer. La olla estaba bien puesta en el centro de la mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio, inició un movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un dinamismo interior, y se despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le contó el episodio a su marido, pero éste lo interpretó como un fenómeno natural. Así fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la infancia como un período de insuficiencia mental, y en parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quiméricas. Pero desde la tarde en que llamó a los niños para que lo ayudaran a desempacar las cosas del laboratorio, les dedicó sus horas mejores. En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de mapas inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y escribir y a sacar cuentas, y les habló de las maravillas del mundo no sólo hasta donde le alcanzaban sus conocimientos, sino forzando a extremos increíbles los límites de su imaginación. Fue así como los niños terminaron por aprender que en el extremo meridional del África había hombres tan inteligentes y pacíficos que su único entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible atravesar a pie el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica. Aquellas alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria de los niños, que muchos años más tarde, un segundo antes de que el oficial de los ejércitos regulares diera la orden de fuego al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía volvió a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre interrumpió la lección de física, y se quedó fascinado, con la mano en el aire y los ojos inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y tambores y sonajas de los gitanos que una vez más llegaban a la aldea, pregonando el último y asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis. Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que sólo conocían su propia lengua, ejemplares hermosos de piel aceitada y manos inteligentes, cuyos bailes y músicas sembraron en las calles un pánico de alborotada alegría, con sus loros pintados de todos los colores que recitaban romanzas italianas, y la gallina que ponía un centenar de huevos de oro al son de la pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, y la máquina múltiple que servía al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos recuerdos, y el emplasto para perder el tiempo, y un millar de invenciones más, tan ingeniosas e insólitas, que José Arcadio Buendía hubiera querido inventar la máquina de la memoria para poder acordarse de todas. En un instante transformaron la aldea. Los habitantes de Macando se encontraron de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por la feria multitudinaria. Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el tumulto, tropezando con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de estiércol y sándalo que exhalaba la muchedumbre, José Arcadio Buendía andaba como un loco buscando a Melquíades por todas partes. para que le revelara los infinitos secretos de aquella pesadilla fabulosa. Se dirigió a varios gitanos que no entendieron su lengua. Por último llegó hasta el lugar donde Melquíades solía plantar su tienda, y encontró un armenio taciturno que anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tomado de un golpe una copa de la sustancia ambarina, cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El gitano lo envolvió en el clima atónito de su mirada, antes de convertirse en un charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: "Melquíades murió." Aturdido por la noticia. José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros artificios y el charco del armenio taciturno se evaporó por completo. Más tarde, otros gitanos le confirmaron que en efecto Melquíades había sucumbido a las fiebres en los médanos de Singapur, y su cuerpo había sido arrojado en el lugar más profundo del mar de Java. A los niños no les interesó la noticia. Estaban obstinados en que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, según decían, perteneció al rey Salomón. Tanto insistieron, que José Arcadio Buendia pagó los treinta reales y los condujo hasta el centro de la carpa, donde había un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar: -Es el diamante más grande del mundo. -No -corrigió el gitano-. Es hielo. José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la apartó. "Cinco reales más para tocarlo", dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retiró en el acto. "Está hirviendo", exclamó asustado. Pero su padre no le prestó atención. Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento se olvidó de la frustración de sus empresas delirantes y del cuerpo de Melquíades abandonado al apetito de los calamares. Pagó otros cinco reales, y con la mano puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó: -Este es el gran invento de nuestro tiempo. Fragmento (2) Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el estampido de los cañones, que perdió el control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida en una esposa inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en cojines, y algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió a caminar en público. Renunció a toda clase de hábitos sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo despedía un olor a chamusquina. El alba la sorprendía en el patio sin atreverse a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus feroces perros de asalto se metían por la ventana del dormitorio y la sometían a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante aragonés con quien tenía dos hijos, se gastó media tienda en medicinas y entretenimientos buscando la manera de aliviar sus terrores. Por último liquidó el negocio y llevó la familia a vivir lejos del mar, en una ranchería de indios pacíficos situada en las estribaciones de la sierra, donde le construyó a su mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los piratas de sus pesadillas. En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan productiva que en pocos años hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha. Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía, tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad, porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía, con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una sola frase: "No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar." Así que se casaron con una fiesta de banda y cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir que rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y voluntarioso marido la violara dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse un pantalón rudimentario que su madre le fabricó con lona de velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas, que se cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro. Así estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba sus gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche, forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto del acto de amor, hasta que la intuición popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula seguía virgen un año después de casada, porque su marido era impotente. José Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor. -Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente -le dijo a su mujer con mucha calma. -Déjalos que hablen -dijo ella-. Nosotros sabemos que no es cierto. De modo que la situación siguió igual por otros seis meses, hasta el domingo trágico en que José Arcadio Buendía le ganó una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso, exaltado por la sangre de su animal, el perdedor se apartó de José Arcadio Buendía para que toda la gallera pudiera oír lo que iba a decirle. -Te felicito -gritó-. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer. José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. "Vuelvo en seguida", dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar: -Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar. Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera, donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región, le atravesó la garganta. Esa noche, mientras se velaba el cadáver en la gallera, José Arcadio Buendía entró en el dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad. Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: "Quítate eso." Úrsula no puso en duda la decisión de su marido. "Tú serás responsable de lo que pase", murmuró. José Arcadio Buendía clavó la lanza en el piso de tierra. -Si has de parir iguanas, criaremos iguanas -dijo-. Pero no habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya. Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y estuvieron despiertos y retozando en la cama hasta el amanecer, indiferentes al viento que pasaba por el dormitorio, cargado con el llanto de los parientes de Prudencio Aguilar. El asunto fue clasificado como un duelo de honor, pero a ambos les quedó un malestar en la conciencia. Una noche en que no podía dormir, Úrsula salió a tomar agua en el patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con una expresión muy triste, tratando de cegar con un tapón de esparto el hueco de su garganta. No le produjo miedo, sino lástima. Volvió al cuarto a contarle a su esposo lo que había visto, pero él no le hizo caso. "Los muertos no salen", dijo. "Lo que pasa es que no podemos con el peso de la conciencia." Dos noches después, Úrsula volvió a ver a Prudencio Aguilar en el baño, lavándose con el tapón de esparto la sangre cristalizada del cuello. Otra noche lo vio paseándose bajo la lluvia. José Arcadio Buendía, fastidiado por las alucinaciones de su mujer, salió al patio armado con la lanza. Allí estaba el muerto con su expresión triste. -Vete al carajo -le gritó José Arcadio Buendía-. Cuantas veces regreses volveré a matarte. Prudencio Aguilar no se fue, ni José Arcadio Buendía se atrevió a arrojar la lanza. Desde entonces no pudo dormir bien. Lo atormentaba la inmensa desolación con que el muerto lo había mirado desde la lluvia, la honda nostalgia con que afloraba a los vivos, la ansiedad con que registraba la casa buscando el agua para mojar su tapón de esparto. "Debe estar sufriendo mucho", le decía a Úrsula. "Se ve que está muy solo." Ella estaba tan conmovida que la próxima vez que vio al muerto destapando las ollas de la hornilla comprendió lo que buscaba, y desde entonces le puso tazones de agua por toda la casa. Una noche en que lo encontró lavándose las heridas en su propio cuarto, José Arcadio Buendía no pudo resistir más. -Está bien, Prudencio -le dijo-. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo. Fue así como emprendieron la travesía de la sierra. Varios amigos de José Arcadio Buendía, jóvenes como él, embullados con la aventura, desmantelaron sus casas y cargaron con sus mujeres y sus hijos hacia la tierra que nadie les había prometido. Antes de partir, José Arcadio Buendía enterró la lanza en el patio y degolló uno tras otro sus magníficos gallos de pelea, confiando en que en esa forma le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar. Lo único que se llevó Úrsula fue un baúl con sus ropas de recién casada, unos pocos útiles domésticos y el cofrecito con las piezas de oro que heredó de su padre. No se trazaron un itinerario definido. Solamente procuraban viajar en sentido contrario al camino de Riohacha para no dejar ningún rastro ni encontrar gente conocida. Fue un viaje absurdo. A los catorce meses, con el estómago estragado por la carne de mico y el caldo de culebras, Úrsula dio a luz un hijo con todas sus partes humanas. Había hecho la mitad del camino en una hamaca colgada de un palo que dos hombres llevaban en hombros, porque la hinchazón le desfiguró las piernas, y las várices se le reventaban como burbujas. Aunque daba lástima verlos con los vientres templados y los ojos lánguidos, los niños resistieron el viaje mejor que sus padres, y la mayor parte del tiempo les resultó divertido. Una mañana, después de casi dos años de travesía, fueron los primeros mortales que vieron, la vertiente occidental de la sierra. Desde la cumbre nublada contemplaron la inmensa llanura acuática de la ciénaga grande, explayada hasta el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron el mar. Una noche, después de varios meses de andar perdidos por entre los pantanos, lejos ya de los últimos indígenas que encontraron en el camino, acamparon a la orilla de un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de vidrio helado. Años después, durante la segunda guerra civil, el coronel Aureliano Buendía trató de hacer aquella misma ruta para tomarse a Riohacha por sorpresa, y a los seis días de viaje comprendió que era una locura. Sin embargo, la noche en que acamparon junto al río, las huestes de su padre tenían un aspecto de náufragos sin escapatoria, pero su número habla aumentado durante la travesía y todos estaban dispuestos (y lo consiguieron) a morirse de viejos. José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo. Al día siguiente convenció a sus hombres de que nunca encontrarían el mar. Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea. José Arcadio Buendía no logró descifrar el sueño de las casas con paredes de espejos hasta el día en que conoció el hielo. Entonces creyó entender su profundo significado. Pensó que en un futuro próximo podrían fabricarse bloques de hielo en gran escala, a partir de un material tan cotidiano como el agua, y construir con ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dejaría de ser un lugar ardiente, cuyas bisagras y aldabas se torcían de calor, para convertirse en una ciudad invernal. Si no perseveró en sus tentativas de construir una fábrica de hielo, fue porque entonces estaba positivamente entusiasmado con la educación de sus hijos, en especial la de Aureliano, que había revelado desde el primer momento una rara intuición alquímica. El laboratorio había sido desempolvado. - Revisando las notas de Melquíades, ahora serenamente, sin la exaltación de la novedad, en prolongadas y pacientes sesiones trataron de separar el oro de Úrsula del cascote adherido al fondo del caldero. El joven José Arcadio participó apenas en el proceso. Mientras su padre sólo tenía cuerpo y alma para el atanor, el voluntarioso primogénito, que siempre fue demasiado grande para su edad, se convirtió en un adolescente monumental. Cambió de voz. El bozo se le pobló de un vello incipiente. Una noche Úrsula entró en el cuarto cuando él se quitaba la ropa para dormir, y experimentó un confuso sentimiento de vergüenza y piedad: era el primer hombre que veía desnudo, después de su esposo, y estaba tan bien equipado para la vida, que le pareció anormal. Úrsula, encinta por tercera vez, vivió de nuevo sus terrores de recién casada. Por aquel tiempo iba a la casa una mujer alegre, deslenguada, provocativa, que ayudaba en los oficios domésticos y sabia leer el porvenir en la baraja. Úrsula le habló de su hijo. Pensaba que su desproporción era algo tan desnaturalizado como la cola de cerdo del primo. La mujer soltó una risa expansiva que repercutió en toda la casa como un reguero de vidrio. "Al contrario", dijo. "Será feliz." Para confirmar su pronóstico llevó los naipes a la casa pocos días después, y se encerró con José Arcadio en un depósito de granos contiguo a la cocina. Colocó las barajas con mucha calma en un viejo mesón de carpintería, hablando de cualquier cosa, mientras el muchacho esperaba cerca de ella más aburrido que intrigado. De pronto extendió la mano y lo tocó. "Qué bárbaro", dijo, sinceramente asustada, y fue todo lo que pudo decir. José Arcadio sintió que los huesos se le llenaban de espuma, que tenía un miedo lánguido y unos terribles deseos de llorar. La mujer no le hizo ninguna insinuación. Pero José Arcadio la siguió buscando toda la noche en el olor de humo que ella tenía en las axilas y que le quedó metido debajo del pellejo. Quería estar con ella en todo momento, quería que ella fuera su madre, que nunca salieran del granero y que le dijera qué bárbaro, y que lo volviera a tocar y a decirle qué bárbaro. Un día no pudo soportar más y fue a buscarla a su casa. Hizo una visita formal, incomprensible, sentado en la sala sin pronunciar una palabra. En ese momento no la deseó. La encontraba distinta, enteramente ajena a la imagen que inspiraba su olor, como si fuera otra. Tomó el café y abandonó la casa deprimido. Esa noche, en el espanto de la vigilia, la volvió a desear con una ansiedad brutal, pero entonces no la quería como era en el granero, sino como había sido aquella tarde. Días después, de un modo intempestivo, la mujer lo llamó a, su casa, donde estaba sola con su madre, y lo hizo entrar en el dormitorio con el pretexto de enseñarle un truco de barajas. Entonces lo tocó con tanta libertad que él sufrió una desilusión después del estremecimiento inicial, y experimentó más miedo que placer. Ella le pidió que esa noche fuera a buscarla. Él estuvo de acuerdo, por salir del paso, sabiendo que no sería capaz de ir. Pero esa noche, en la cama ardiente, comprendió que tenía que ir a buscarla aunque no fuera capaz. Se vistió a tientas, oyendo en la oscuridad la reposada respiración de su hermano, la tos seca de su padre en el cuarto vecino, el asma de las gallinas en el patio, el zumbido de los mosquitos, el bombo de su corazón y el desmesurado bullicio del mundo que no había advertido hasta entonces, y salió a la calle dormida. Deseaba de todo corazón que la puerta estuviera atrancada, y no simplemente ajustada, como ella le había prometido. Pero estaba abierta. La empujó con la punta de los dedos y los goznes soltaron un quejido lúgubre y articulado que tuvo una resonancia helada en sus entrañas. Desde el instante en que entró, de medio lado y tratando de no hacer ruido, sintió el olor. Todavía estaba en la salita donde los tres hermanos de la mujer colgaban las hamacas en posiciones que él ignoraba y que no podía determinar en las tinieblas, así que le faltaba atravesarla a tientas, empujar la puerta del dormitorio y orientarse allí de tal modo que no fuera a equivocarse de cama. Lo consiguió. Tropezó con los hicos de las hamacas, que estaban más bajas de lo que él había supuesto, y un hombre que roncaba hasta entonces se revolvió en el sueño y dijo con una especie de desilusión: "Era miércoles." Cuando empujó la puerta del dormitorio, no pudo impedir que raspara el desnivel del piso. De pronto, en la oscuridad absoluta, comprendió con una irremediable nostalgia que estaba completamente desorientado. En la estrecha habitación dormían la madre, otra hija con el marido y dos niños, y la mujer que tal vez no lo esperaba. Habría podido guiarse por el olor si el olor no hubiera estado en toda la casa, tan engañoso y al mismo tiempo tan definido como había estado siempre en su pellejo. Permaneció inmóvil un largo rato, preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar a ese abismo de desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas, le tropezó la cara. No se sorprendió, porque sin saberlo lo había estado esperando. Entonces se confió a aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar hasta un lugar sin formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de papas y lo voltearon al derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no olía más a mujer, sino a amoníaco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y se encontraba con el rostro de Ursula, confusamente consciente de que estaba haciendo algo que desde hacia mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se había imaginado que en realidad se pudiera hacer, sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía dónde estaban los pies y dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la cabeza de quién, y sintiendo que no podía resistir más el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa. Se llamaba Pilar Ternera. Había formado parte del éxodo que culminó con la fundación de Macondo, arrastrada por su familia para separarla del hombre que la violó a los catorce años y siguió amándola hasta los veintidós, pero que nunca se decidió a hacer pública la situación porque era un hombre ajeno. Le prometió seguirla hasta el fin del mundo, pero más tarde, cuando arreglara sus asuntos, y ella se había cansado de esperarlo identificándolo siempre con los hombres altos y bajos, rubios y morenos, que las barajas le prometían por los caminos de la tierra y los caminos del mar, para dentro de tres días, tres meses o tres años. Había perdido en la espera la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito de la ternura, pero conservaba intacta la locura del corazón. Trastornado por aquel juguete prodigioso, José Arcadio buscó su rastro todas las noches a través del laberinto del cuarto. En cierta ocasión encontró la puerta atrancada y tocó varias veces, sabiendo que si había tenido el arresto de tocar la primera vez tenía que tocar hasta la última, y al cabo de una espera interminable ella le abrió la puerta. Durante el día, derrumbándose de sueño, gozaba en secreto con los recuerdos de la noche anterior. Pero cuando ella entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él no tenía que hacer ningún esfuerzo para disimular su tensión, porque aquella mujer cuya risa explosiva espantaba a las palomas, no tenía nada que ver con el poder invisible que lo enseñaba a respirar hacia dentro y a controlar los golpes del corazón, y le había permitido entender por qué los hombres le tienen miedo a la muerte. Estaba tan ensimismado que ni siquiera comprendió la alegría de todos cuando su padre y su hermano alborotaron la casa con la noticia de que habían logrado vulnerar el cascote metálico y separar el oro de Úrsula. En efecto, tras complicadas y perseverantes jornadas, lo habían conseguido. Úrsula estaba feliz, y hasta dio gracias a Dios por la invención de la alquimia, mientras la gente de la aldea se apretujaba en el laboratorio, y les servían dulce de guayaba con galletitas para celebrar el prodigio, y José Arcadio Buendía les dejaba ver el crisol con el oro rescatado, como si acabara de inventarío. De tanto mostrarlo, terminó frente a su hijo mayor, que en los últimos tiempos apenas se asomaba por el laboratorio. Puso frente a sus ojos el mazacote seco y amarillento, y le preguntó: "¿Qué te parece?" José Arcadio, sinceramente, contestó: -Mierda de perro. Su padre le dio con el revés de la mano un violento golpe en la boca que le hizo saltar la sangre y las lágrimas. Esa noche Pilar Ternera le puso compresas de árnica en la hinchazón, adivinando el frasco y los algodones en la oscuridad, y le hizo todo lo que quiso sin que él se molestara, para amarlo sin lastimarlo. Lograron tal estado de intimidad que un momento después, sin darse cuenta, estaban hablando en murmullos. -Quiero estar solo contigo -decía él-. Un día de estos le cuento todo a todo el mundo y se acaban los escondrijos. Ella no trató de apaciguarlo. -Sería muy bueno -dijo-. Si estamos solos, dejamos la lámpara encendida para vernos bien, y yo puedo gritar todo lo que quiera sin que nadie tenga que meterse y tú me dices en la oreja todas las porquerías que se te ocurran. Esta conversación, el rencor mordiente que sentía contra su padre, y la inminente posibilidad del amor desaforado, le inspiraron una serena valentía. De un modo espontáneo, sin ninguna preparación, le contó todo a su hermano. Al principio el pequeño Aureliano sólo comprendía el riesgo, la inmensa posibilidad de peligro que implicaban las aventuras de su hermano, pero no lograba concebir la fascinación del objetivo. Poco a poco se fue contaminando de ansiedad. Se hacia contar las minuciosas peripecias, se identificaba con el sufrimiento y el gozo del hermano, se sentía asustado y feliz. Lo esperaba despierto hasta el amanecer, en la cama solitaria que parecía tener una estera de brasas, y seguían hablando sin sueño hasta la hora de levantarse, de modo que muy pronto padecieron ambos la misma somnolencia, sintieron el mismo desprecio por la alquimia y la sabiduría de su padre, y se refugiaron en la soledad. "Estos niños andan como zurumbáticos", decía Úrsula. "Deben tener lombrices." Les preparó una repugnante pócima de paico machacado, que ambos bebieron con imprevisto estoicismo, y se sentaron al mismo tiempo en sus bacinillas once veces en un solo día, y expulsaron unos parásitos rosados que mostraron a todos con gran júbilo, porque les permitieron desorientar a Úrsula en cuanto al origen de sus distraimientos y languideces. Aureliano no sólo podía entonces entender, sino que podía vivir como cosa propia las experiencias de su hermano, porque en una ocasión en que éste explicaba con muchos pormenores el mecanismo del amor, lo interrumpió para preguntarle: "¿Qué se siente?" José Arcadio le dio una respuesta inmediata: -Es como un temblor de tierra. Un jueves de enero, a las dos de la madrugada, nació Amaranta. Antes de que nadie entrara en el cuarto, Úrsula la examinó minuciosamente. Era liviana y acuosa como una lagartija, pero todas sus partes eran humanas. Aureliano no se dio cuenta de la novedad sino cuando sintió la casa llena de gente. Protegido por la confusión salió en busca de su hermano, que no estaba en la cama desde las once, y fue una decisión tan impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse cómo haría para sacarlo del dormitorio de Pilar Ternera. Estuvo rondando la casa varias horas, silbando claves privadas, hasta que la proximidad del alba lo obligó a regresar. En el cuarto de su madre, jugando con la hermanita recién nacida y con una cara que se le caía de inocencia, encontró a José Arcadio. Úrsula había cumplido apenas su reposo de cuarenta días, cuando volvieron los gitanos. Eran los mismos saltimbanquis y malabaristas que llevaron el hielo. A diferencia de la tribu de Melquíades, habían demostrado en poco tiempo que no eran heraldos del progreso, sino mercachifles de diversiones. Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en función de su utilidad en la vida de los hombres, sino como una simple curiosidad de circo. Esta vez, entre muchos otros juegos de artificio, llevaban una estera voladora. Pero no la ofrecieron como un aporte fundamental al desarrollo del transporte, sino corno un objeto de recreo. La gente, desde luego, desenterró sus últimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz sobre las casas de la aldea. Amparados por la deliciosa impunidad del desorden colectivo, José Arcadio y Pilar vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios dichosos entre la muchedumbre, y hasta llegaron a sospechar que el amor podía ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad desaforada pero momentánea de sus noches secretas. Pilar, sin embargo, rompió el encanto. Estimulada por el entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba de su compañía, equivocó la forma y la ocasión, y de un solo golpe le echó el mundo encima. "Ahora sí eres un hombre", le dijo. Y como él no entendió lo que ella quería decirle, se lo explicó letra por letra: -Vas a tener un hijo. José Arcadio no se atrevió a salir de su casa en varios días. Le bastaba con escuchar la risotada trepidante de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los artefactos de alquimia habían revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio Buendía recibió con alborozo al hijo extraviado y lo inició en la búsqueda de la piedra filosofal, que había por fin emprendido. Una tarde se entusiasmaron los muchachos con la estera voladora que pasó veloz al nivel de la ventana del laboratorio llevando al gitano conductor y a varios niños de la aldea que hacían alegres saludos con la mano, y José Arcadio Buendía ni siquiera la miré. "Déjenlos que sueñen" dijo. "Nosotros volaremos mejor que ellos con recursos más científicos que ese miserable sobrecamas." A pesar de su fingido interés, José Arcadio no entendió nunca los poderes del huevo filosófico, que simplemente le parecía un frasco mal hecho. No lograba escapar de su preocupación. Perdió el apetito y el sueño, sucumbió al mal humor, igual que su padre ante el fracaso de alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el propio José Arcadio Buendía lo relevé de los deberes en el laboratorio creyendo que habla tomado la alquimia demasiado a pecho. Aureliano, por supuesto, comprendió que la aflicción del hermano no tenía origen en la búsqueda de la piedra filosofal, pero no consiguió arrancarle una confidencia. Habla perdido su antigua espontaneidad. De cómplice y comunicativo se hizo hermético y hostil. Ansioso de' soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo, una noche abandonó la cama como de costumbre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse con el tumulto de la feria. Después de deambular por entre toda suerte de máquinas de artificio, sin interesarse por ninguna, se fijó en algo que no estaba en juego: una gitana muy joven, casi una niña, agobiada de abalorios, la mujer más bella que José Arcadio había visto en su vida. Estaba entre la multitud que presenciaba el triste espectáculo del hombre que se convirtió en víbora por desobedecer a sus padres. José Arcadio no puso atención. Mientras se desarrollaba el triste interrogatorio del hombre-víbora, se había abierto paso por entre la multitud hasta la primera fila en que se encontraba la gitana, y se habla detenido detrás de ella. Se apretó contra sus espaldas. La muchacha trató de separarse, pero José Arcadio se apretó con más fuerza contra sus espaldas. Entonces ella lo sintió. Se quedó inmóvil contra él, temblando de sorpresa y pavor, sin poder creer en la evidencia, y por último volvió la cabeza y lo miró con una sonrisa trémula. En ese instante dos gitanos metieron al hombre víbora en su jaula y la llevaron al interior de la tienda. El gitano que dirigía el espectáculo anunció: -Y ahora, señoras y señores, vamos a mostrar la prueba terrible de la mujer que tendrá que ser decapitada todas las noches a esta hora durante ciento cincuenta años, como castigo por haber visto lo que no debía. José Arcadio y la muchacha no presenciaron la decapitación. Fueron a la carpa de ella, donde se besaron con una ansiedad desesperada mientras se iban quitando la ropa. La gitana se deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje almidonado, de su inútil corset alambrado, de su. carga de abalorios, y quedó prácticamente convertida en nada. Era una ranita lánguida, de senos incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a los brazos de José Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que compensaban su fragilidad. Sin embargo, José Arcadio no podía responderle porque estaban en una especie de carpa pública, por donde los gitanos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban sus asuntos, y hasta se demoraban junto a la cama a echar una partida de dados. La lámpara colgada en la vara central iluminaba todo el ámbito. En una pausa de las caricias, José Arcadio se estiró desnudo en la cama, sin saber qué hacer, mientras la muchacha trataba de alentarlo. Una gitana de carnes espléndidas entró poco después acompañada de un hombre que no hacía parte de la farándula, pero que tampoco era de la aldea, y ambos empezaron a desvestirse frente a la cama. Sin proponérselo, la mujer miró a José Arcadio y examinó con una especie de fervor patético su magnífico animal en reposo. -Muchacho -exclamó-, que Dios te la conserve. La compañera de José Arcadio les pidió que los dejaran tranquilos, y la pareja se acostó en el suelo, muy cerca de la cama. La pasión de los otros despertó la fiebre de José Arcadio. Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo. Pero soportó el impacto con una firmeza de carácter y una valentía admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo hacia un estado de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató en un manantial de obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los oídos y le salían por la boca traducidas a su idioma. Era jueves. La noche del sábado José Arcadio se amarró un trapo rojo en la cabeza y se fue con los gitanos. Cuando Úrsula descubrió su ausencia, lo buscó por toda la aldea. En el desmantelado campamento de los gitanos no habla más que un reguero de desperdicios entre las cenizas todavía humeantes de los fogones apagados. Alguien que andaba por ahí buscando abalorios entre la basura le dijo a Ursula que la noche anterior había visto a su hijo en el tumulto de la farándula, empujando una carretilla con la jaula del hombre-víbora: "¡Se metió de gitano!", le gritó ella a su marido, quien no había dado la menor señal de alarma ante la desaparición. -Ojalá fuera cierto -dijo José Arcadio Buendía, machacando en el mortero la materia mil veces machacada y recalentada y vuelta a machacar-. Así aprenderá a ser hombre. Úrsula preguntó por dónde se habían ido los gitanos. Siguió preguntando en el camino que le indicaron, y creyendo que todavía tenía tiempo de alcanzarlos, siguió alejándose de la aldea, hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya no pensó en regresar. José Arcadio Buendía no descubrió la falta de su mujer sino a las ocho de la noche, cuando dejó la materia recalentándose en una cama de estiércol, y fue a ver qué le pasaba a la pequeña Amaranta que estaba ronca de llorar. En pocas horas reunió un grupo de hombres bien equipados, puso a Amaranta en manos de una mujer que se ofreció para amamantaría, y se perdió por senderos invisibles en pos de Úrsula. Aureliano los acompañó. Unos pescadores indígenas, cuya lengua desconocían, les indicaron por señas al amanecer que no habían visto pasar a nadie. Al cabo de tres días de búsqueda inútil, regresaron a la aldea. Durante varias semanas, José Arcadio Buendía se dejó vencer por la consternación. Se ocupaba como una madre de la pequeña Amaranta. La bañaba y cambiaba de ropa, la llevaba a ser amamantada cuatro veces al día y hasta le cantaba en la noche las canciones que Úrsula nunca supo cantar. En cierta ocasión Pilar Ternera se ofreció para hacer los oficios de la casa mientras regresaba Úrsula. Aureliano, cuya misteriosa intuición se habla sensibilizado en la desdicha, experimentó un fulgor de clarividencia al verla entrar. Entonces supo que de algún modo inexplicable ella tenía la culpa de la fuga de su hermano y la consiguiente desaparición de su madre, y la acosó de tal modo, con una callada e implacable hostilidad, que la mujer no volvió a la casa. El tiempo puso las cosas en su puesto. José Arcadio Buendía y su hijo no supieron en qué momento estaban otra vez en el laboratorio, sacudiendo el polvo, prendiendo fuego al atanor, entregados una vez más a la paciente manipulación de la materia dormida desde hacia varios meses en su cama de estiércol. Hasta Amaranta, acostada en una canastilla de mimbre, observaba con curiosidad la absorbente labor de su padre y su hermano en el cuartito enrarecido por los vapores del mercurio. En cierta ocasión, meses después de la partida de Úrsula, empezaron a suceder cosas extrañas. Un frasco vacío que durante mucho tiempo estuvo olvidado en un armario se hizo tan pesado que fue imposible moverlo. Una cazuela de agua colocada en la mesa de trabajo hirvió sin fuego durante media hora hasta evaporarse por completo. José Arcadio Buendía y su hijo observaban aquellos fenómenos con asustado alborozo, sin legrar explicárselos, pero interpretándolos como anuncios de la materia. Un día la canastilla de Amaranta empezó a moverse con un impulso propio y dio una vuelta completa en el cuarto, ante la consternación de Aureliano, que se apresuró a detenerla. Pero su padre no se alteró. Puso la canastilla en su puesto y la amarró a la pata de una mesa, convencida de que el acontecimiento esperado era inminente. Fue en esa ocasión cuando Aureliano le oyó decir: -Si no temes a Dios, témele a los metales. De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió Úrsula. Llegó exaltada, rejuvenecida, con ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea. José Arcadio Buendia apenas si pudo resistir el impacto. "¡Era esto!", gritaba. "Yo sabía que iba a ocurrir." Y lo creía de veras, porque en sus prolongados encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo de su corazón que el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberación del soplo que hace vivir los metales, ni la facultad de convertir en oro las bisagras y cerraduras de la casa, sino lo que ahora había ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no compartía su alborozo. Le dio un beso convencional, como sí no hubiera estado ausente más de una hora, y le dijo: -Asómate a la puerta. José Arcadio Buendía tardó mucho tiempo para restablecerse de la perplejidad cuando salió a la calle y vio la muchedumbre. No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos, puros y simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana. Venían del otro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había pueblos que recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar. Úrsula no había alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no pudo descubrir en su frustrada búsqueda de los grandes inventos.

Primer Manifiesto Nadaísta

1958 Apartes I El Nadaísmo es un estado del espíritu revolucionario, y excede toda clase de previsiones y posibilidades. II Se ha considerado a veces al artista como un símbolo que fluctúa entre la santidad o la locura. Queremos reivindicarlo diciendo de él que es un hombre, un simple hombre, que nada lo separa de la condición humana común a los demás seres humanos. Y que sólo se distingue de otros por virtud de su oficio y de los elementos específicos con que hace su destino. El artista es un ser privilegiado con ciertas dotes excepcionales y misteriosas con que lo dotó la naturaleza. En él hay satanismo, fuerzas extrañas de la biología, y esfuerzos conscientes de creación mediante intuiciones emocionales o experiencias de la historia del pensamiento. Su destino es una simple elección o vocación, bien irracional, o condicionada por un determinismo bio-psíquico-consciente, que recae sobre el mundo si es político; sobre la locura si es poeta; o sobre la trascendencia si es místico. III Trataré de definir la poesía como toda acción del espíritu completamente gratuita y desinteresada de presupuestos éticos, políticos o racionales que se formulan los hombres como programas de felicidad y de justicia. Este ejercicio del espíritu creador originado en las potencias sensibles, lo limito al campo de una subjetividad pura, inútil, al acto solitario del Ser. El ejercicio poético carece de función social o moralizadora. Es un acto que se agota en sí mismo, el más inútil del espíritu creador. Jean-Paul Sartre lo definió como la elección del fracaso. La poesía es, en esencia, una aspiración de belleza solitaria. El más corruptor vicio onanista del espíritu moderno. VI Rectificamos el viejo concepto americanista de que un pueblo es joven en virtud de sus paisajes. Lo es en razón de sus ideas y de su evolución espiritual. La decrepitud no es un concepto de la vejez del mundo físico, sino la caducidad del espíritu resignado, incapaz de evolucionar hacia nuevas formas de vida y de cultura. América es vieja desde su nacimiento. Por culpa de sus descubridores y su herencia, su nacimiento significó para la Historia una especie de muerte. O más exactamente, un aborto imperfecto para la vida. En tal forma que ella no ha nacido culturalmente por su cuenta, nutriéndose como se nutre de una vejez cansada y esterilizante transmitida por el cordón umbilical de su idioma y de sus creencias. Ante el dilema de ser o de no ser, de elegir una cultura por separada con sentido universal, ¿qué significa para la cultura de América tallar sapos, revivir mitos, incrementar las supersticiones, retener el tiempo olvidado, la prehistoria, si aún no cuenta ni determina nada su cultura en el devenir de las ideas contemporáneas? Detenerse en el pasado con un asombro contemplativo, evidencia el complejo de América ante un mundo evolucionado que decide su destino y su supervivencia histórica y biológica, mediante las actuales revoluciones sociales y conquistas científicas del espacio que se disputan el predomino político de la Tierra. América no puede anclarse en lo regional, en lo folclórico, en la tradición mítica. Eso sería un aspecto de su desarrollo intelectual y artístico pero no puede decidir su destino y su historia sobre estas formas inferiores de su desarrollo. América debe superar el complejo de su infantilismo espiritual. De otra manera nos quedaríamos en la Edad de la Rana y la Laguna, en tanto que la técnica científica ha fijado estrellas en el espacio cósmico. Ningún pueblo, ningún continente viejo o nuevo puede elegir su destino por separado. La más leve onda del mar de la Historia contemporánea agita con su movimiento el porvenir de los pueblos, y decide su suerte o su desgracia. Una cultura solitaria, desvinculada de los intereses universales, es imposible de concebir. Nadie puede evadirse, ni eludir el papel que representa en el mundo moderno. Todo se relaciona de una manera profunda en esta época en que el simple hombre encarna una misión en la historia: su acción o su indiferencia implican una conducta de inmensas responsabilidades éticas, y al aceptarla o negarla, se salva o se condena. Ya no podemos aceptar como sentido moral de la existencia, aquel pensamiento agonista de Kierkegaard: “Sea como sea el mundo, yo me quedo con una naturalidad original que no pienso cambiar en aras del bienestar del mundo”. VIII Hemos renunciado a la esperanza de trascender bajo las promesas de cualquier religión o idealismo filosófico. Para nosotros éste es el mundo y éste es el hombre. Otras hermenéuticas sobre estas verdades evidentes carecen de sentido humano. Las abstracciones y las entelequias sobre el Ser del hombre, caen en el domino de la especulación pura y del simbolismo metafísico, producto natural del anhelo del hombre por trascender su entidad concreta, y fijarla en una forma ideal, más allá de todo límite espacial y temporal. Este anhelo corresponde a su naturaleza idealista y poética que quiere cristalizar la esencia del Ser en lo absoluto, en el eterno. Proponer esa ilusión para después de la muerte es la misión de las religiones. Nosotros creemos que el destino del hombre es terrestre y temporal, se realiza en planos concretos, y sólo un dinamismo creador sobre la materia del mundo da la medida de su misión espiritual, fijando su pensamiento en la historia de la cultura humana. El hombre es lo Absoluto en la medida casual y no necesaria entre el accidente de su principio y de su fin. Este criterio excluye toda posibilidad de trascendencia. El hombre elige sobre sus posibilidades inmediatas esta tierra: la inmanencia. La metafísica es una investigación sobre la muerte y sobre las posibilidades trascendentes de la existencia. O mejor dicho, es una evasión del Ser hacia el mismo Ser que se conoce. Es por eso la creación de un mundo para sí, completamente ajeno al devenir histórico, que es terreno privativo de la política, que significa compartir el mundo con los otros. Por consiguiente, la única “utilidad” de la metafísica es el pensar sobre la muerte, porque el pensar sobre la vida es, precisamente, la política. Por su carácter esencial sobre las ideas irreductibles a la vida, la especulación pura no nos interesa como aspiración de trascendencia. Pues nunca esa imagen del mundo que resulta del ejercicio metafísico conduce a soluciones sociales y terrestres de justicia, perfección o felicidad humana. Por el contrario. su consecuencia es la desesperación y el desorden. XI La libertad es, en síntesis, un acto que se compromete. No es un sentimiento, ni una idea, ni una pasión. Es un acto vertido en el mundo de la Historia. Es, en esencia, la negación de la soledad. XIII Destruir un orden es por lo menos tan difícil como crearlo. Ante empresa de tan grandes proporciones, renunciamos a destruir el orden establecido. La aspiración fundamental del Nadaísmo es desacreditar ese orden. Al intentar este movimiento revolucionario, cumplimos esa misión de la vida que se renueva cíclicamente, y que es, en síntesis, luchar por liberar al espíritu de la resignación, y defender de lo inestable la permanencia de ciertas adoraciones. En esta sociedad en que la mentira está convertida en orden, no hay nadie sobre quién triunfar, sino sobre uno mismo. Y luchar contra los otros significa enseñarles a triunfar sobre ellos mismos. La misión es ésta: No dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio. Todo lo que está consagrado como adorable por el orden imperante será examinado y revisado. Se conservará solamente aquello que esté orientado hacia la revolución, y que fundamente por su consistencia indestructible, los cimientos de la sociedad nueva. Lo demás será removido y destruido. ¿Hasta dónde llegaremos? El fin no importa desde el punto de vista de la lucha. Porque no llegar es también el cumplimiento de un destino.

LITERATURA COLOMBIANA

JORGE ISAACS: Las hadasSoñé vagar por bosques de palmeras,cuyos blondos plumajes, al hundirsu disco el sol en las lejanas sierras,cruzaban resplandores de rubí.Del terso lago se tiñó de rosa, la superficie límpida y azuly a sus orillas garzas y palomasposábanse en los sauces y bambús.Muda la tarde ante la noche muda,las gasas de su manto recogió;de lindo mar dormida en las espumasla luna halló la y a sus pies el sol.Ven conmigo a vagar bajo las selvasdonde las hadas templan mi laud; ellas me han dicho que conmigo sueñas,que me harán inmortal si me amas tú. ALVARO MUTIS Poema Cada Poema de Alvaro Mutis Cada poema un pájaro que huyedel sitio señalado por la plaga.Cada poema un traje de la muertepor las calles y plazas inundadasen la cera letal de los vencidos.Cada poema un paso hacia la muerte,una falsa moneda de rescate,un tiro al blanco en medio de la nochehoradando los puentes sobre el río,cuyas dormidas aguas viajande la vieja ciudad hacia los camposdonde el día prepara sus hogueras.Cada poema un tacto yertodel que yace en la losa de las clínicas,un ávido anzuelo que recorreel limo blando de las sepulturas.Cada poema un lento naufragio del deseo,un crujir de los mátiles y jarciasque sostienen el peso de la vida.Cada poema un estruendo de lienzos que derrumbansobre el rugir helado de las aguasel albo aparejo del velamen.Cada poema invadiendo y desgarrandola amarga telaraña del hastío.Cada poema nace de un ciego centinelaque grita al hondo hueco de la nocheel santo y seña de su desventura.Agua de sueño, fuente de ceniza,piedra porosa de los mataderos,madera en sombra de las siemprevivas,metal que dobla por los condenados,aceite funeral de doble filo,cotidiano sudario del poeta,cada poema esparce sobre el mundoel agrio cereal de la agonía Almas en pena chapolas negras Fernando Vallejo En la madrugada del 24 de mayo de 1896, a los treinta años, con un revólver Smith & Wesson, José Asunción Silva se quitó la vida de un tiro en el corazón. Le dejaba a Colombia diez de los poemas más hermosos de la lengua castellana, y a sus acreedores $210.000 de deudas. Un siglo después de esa muerte, que continuó pesando sobre la conciencia de Colombia como si hubiera sido el país el que lo mató, Fernando Vallejo inicia su pesquisa detectivesca por archivos notariales y hemerotecas, y basándose en un verdadero maremágnum de documentos y periódicos viejos, más 20 cartas desconocidas y un Diario de contabilidad que la familia de Silva le facilitó, va armando el rompecabezas del infortunio y los descalabros comerciales del poeta José Asunción Silva: LAS VOCES SILENCIOSAS ¡Oh voces silenciosas de los muertos! Cuando la hora muda y vestida de fúnebres crespones, desfilar haga ante mis turbios ojos sus fantasmas inciertos, sus pálidas visiones... ¡Oh voces silenciosas de los muertos! En la hora que aterra no me llaméis hacia el pasado oscuro, donde el camino de la vida cruza los valles de la tierra. ¡Oh voces silenciosas de los muertos! Llamadme hacia la altura donde el camino de los astros corta la gélida negrura; hacia la playa donde el alma arriba, llamadme entonces, voces silenciosas, ¡hacia arriba!... ¡hacia arriba!... Poema Revolución de Gonzalo Arango Una mano más una mano no son dos manos Son manos unidas Une tu mano a nuestras manos para que el mundo no esté en pocas manos sino en todas las manos

LITERATURA DE TOLIMA

DIEGO FALLON: A LA LUNA Ya del Oriente en el confín profundo La Luna aparta el nebuloso velo;Y leve sienta en el dormido mundoSu casto pie con virginal recelo. Absorta allí la inmensidad saluda, Su faz humilde al cielo levantada;Y el hondo azul con elocuencia mudaOrbes sin fin ofrece a su mirada. Un lucero no más lleva por guía, Por himno funeral silencio santo, Por solo rumbo la región vacía,Y la insondable soledad por manto. ¡Cuan bella, oh Luna, a lo alto del espacioPor el turquí del éter lenta subes, Con ricas tintas de ópalo y topacio Franjando en torno tu dosel de nubes! Cubre tu marcha grupo silencioso De rizos copos, que tu lumbre tiñe;Y de la Noche el iris vaporosoLa regia pompa de su trono ciñe. De allí desciende tu callada lumbre,Y en argentinas gases se desplega, De la nevada siena por la cumbreY por los senos de la umbrosa vega. Con sesgo rayo por la falda obscura A largos trechos el follaje tocas,Y tu albo resplandor sobre la alturaEn mármol torna las desnudas rocas: O al pie del cerro do la roza humea, Con el matiz de la azucena bañas La blanca torre de vecina aldea En su nido de sauces y cabañas. Sierpes de plata el valle recorriendo, Vense a tu luz las fuentes y los ríos, En sus brillantes roscas envolviendo Prados, florestas, chozas y plantíos. Y yo en tu lumbre difundido, ¡oh Luna! Vuelvo al través de solitarias breñas A los lejanos valles, do en su cuna Do umbrosos bosques y encumbradas peñas, El lago del Desierto reverbera, Adormecido, nítido, sereno, Sus montañas pintando en la ribera,Y el lujo de los cielos en su seno. ¡Oh! y estas son tus mágicas regiones, Donde la humana voz jamás se escucha; Laberintos de selvas y peñones. En que tu rayo con las sombras lucha; Porque las sombras odian tu mirada; Hijas del Caos, por el mundo errantes; Náufragos rostros de la antigua Nada, Que en el mar de la luz vagan flotantes. Tu lumbre, empero, entre el vapor fulgura, Luce del cerro en la áspera pendiente;Y a trechos ilumina en la espesuraEl ímpetu salvaje del torrente; En luminosas perlas se liquida Cuando en la espuma del raudal retoza; O con la fuente llora, que perdida Entre la obscura soledad solloza. En la mansión oculta de las Ninfas Hendiendo el bosque a penetrar alcanza;Y alumbra al pie de despeñadas linfasDe las Ondinas la nocturna danza. A tu mirada suspendido el viento, Ni árbol ni flor en el desierto agita: No hay en los seres voz ni movimiento; El corazón del mundo no palpita... ¡Se acerca el centinela de la Muerte! ¡He aquí el Silencio! Sólo en su presencia Su propia desnudez el alma advierte, Su propia voz escucha la conciencia. Y pienso aún y con pavor meditoQue del Silencio la insondable calmaDe los sepulcros es tremendo gritoQue no oye el cuerpo y que estremece el alma. Y a su muda señal la FantasíaRasgando altiva su mortal sudario,Del infinito a la extensión sombríaRemonta audaz el vuelo solitario. Hasta el confín de los espacios hiende, ¡Y desde allí contempla arrebatada El piélago de mundos que se extiende Por el callado abismo de la Nada!... El que vistió de nieve la alta sierra, De obscuridad las selvas seculares, De hielo el polo, de verdor la tierra.Y do hondo azul los cielos y los mares, Echó también sobre tu faz un voló. Templando tu fulgor, para que el hombre Pueda los orbes numerar del cielo. Tiemble ante Dios, y su poder le asombre. Cruzo perdido el vasto firmamento, A sumergirme torno entre mí mismo:Y se pierde otra vez mi pensamientoDe mi propia existencia en el abismo. Delirios siento que mi mente aterran... Los Andes a lo lejos enlutados Pienso que son las tumbas do se encierran Las cenizas de mundos ya juzgados... El último lucero en el Levante Asoma, y triste tu partida llora: Cayó de tu diadema ese diamante,Y adornará la frente de la Aurora. ¡Oh, Luna, adiós! Quisiera en mi despecho El vil lenguaje maldecir del hombre, Que tantas emociones en su pecho Deja que broten y les niega un nombre. Se agita mi alma, desespera y gime, Sintiéndose en la carne prisionera; Recuerda al verte su misión sublime,Y el frágil polvo sacudir quisiera. Mas si del polvo libre se lanzara Ésta que siento, imagen de Dios mismo, Para tender su vuelo no bastara Del firmamento el infinito abismo; Porque esos astros, cuya luz desmaya Ante el brillo del alma, hija del cielo, No son siquiera arenas de la playa Del mar que se abre a su futuro vuelo. Entrevista dada por el escritor James Cañón a Aurora Boreal para nuestra edición impresa de mayo 2010. James Cañón nació y creció en Colombia. Después de graduarse como publicista en Colombia viajó a Nueva York a estudiar inglés. James Cañón tiene un MFA en Escritura Creativa de Columbia University. Debuta con la novela Tales from the Town of Widows & Chronicles from the Land of Men, la cual ha sido publicada en más de 20 países. La novela se publicó originalmente en inglés, la segunda lengua de Cañón. En el 2009 la editorial La otra orilla, presentó la novela en español en España con el título La aldea de las viudas, -traducción al castellano de Juan F. Merino. AB: ¿James dónde naces y creces? JC: Nací y crecí en Ibagué, una ciudad en el centro de Colombia, también conocida como La Capital Musical de Colombia. AB: ¿Por qué y para qué escribe James Cañón? JC: Es una pregunta que me hago periódicamente y cuya respuesta ha cambiado con los años. Antes escribía por puro placer, luego se convirtió en una necesidad, un componente básico para poder vivir o simplemente para estar mejor. Actualmente estoy tratando de recobrar ese gozo original que sentía al escribir. Quiero volver a escribir no porque el hacerlo satisfaga una carencia, sino mis sentidos. Algo que nunca ha cambiado es para quién escribo: escribo para mí y soy muy exigente. Si me gusta lo que escribo, entonces considero que es bueno, independientemente de lo que diga la crítica o lo que piense el lector. Naturalmente espero que algún lector se identifique con mis escritos y mis ideas, que los disfrute o les saque algún provecho. Pero si eso no ocurre, me siento igualmente satisfecho. AB: ¿Cuándo descubriste la magia de los libros y tu vocación de escritor? JC: Siempre me gustó escribir. Cuando era niño, leía y escribía cuentos y poemas mientras mis hermanos jugaban al fútbol. Pero nunca pensé en la literatura como una profesión. Mis hermanos y yo fuimos los primeros de nuestra familia en graduarnos de la universidad y naturalmente se esperaba que hubiese un médico, un abogado, un arquitecto, incluso un cura, nunca un escritor. Fue muchos años después, en Nueva York, que tuve el acercamiento definitivo con la literatura. Ocurrió mientras tomaba una clase de gramática avanzada. Escribí un cuento de tres páginas llamado The last Our Father (El último Padrenuestro). Al profesor le gustó mucho y me animó a escribir otros más. En realidad los cuentos eran malos y la gramática peor aún, pero por primera vez en mi vida sentía verdadera pasion por algo. Seguí escribiendo cuentos hasta que me empezaron a salir bien y logré que me publicaran dos de ellos. Entonces me presenté a la Columbia University para hacer un máster en creación literaria, y me aceptaron. Cuando terminé el master ya tenía una idea clara de la novela que quería escribir. Tardé cuatro años escribiéndola y uno más tratando de venderla. Como ves, no hay en mi historia un momento de epifanía. Simplemente un día descubrí lo que quería hacer con mi vida y no lo pensé dos veces. AB: Tenemos una sección en nuestra revista " ...los 10 libros menos vendidos pero tal vez lo más leídos una vez..." como pretendiendo recuperar la gran literatura ¿Cuáles son los escritores u obras que siempre te acompañan? ¿A qué tipo de libros vuelves siempre para releer? JC: Almas Muertas de Nikolai Gogol, Winesburgh, Ohio de Sherwood Anderson, y Cuentos Populares Italianos. Este último son 200 narraciones que fueron recopiladas durante siglos, y que Italo Calvino tradujo a partir de los dialectos en que fueron creadas. Es una verdadera joya de la literatura y la génesis de grandes obras literarias. AB: Tu escribiste tu novela La aldea de las viudas originalmente en inglés. ¿Cómo fue ese proceso? ¿Cómo fue el proceso de corrección y edición? JC: Concebí la idea originalmente en español. Incluso escribí unas cuantas páginas de la misma en español, pero no me convencía. No sé cómo explicarlo: quería escribir una novela sobre Colombia, ambientada en Colombia, y sin embargo no parecía natural escribirla en español. Luego escribí un capítulo en inglés, y aunque estaba mal redactado y el inglés no era muy bueno, me gustó. Escribir en una lengua que no dominaba me permitía cierta distancia y me ofrecía una perspectiva original sobre el conflicto colombiano, que es la base de mi novela. Me hacía imparcial. Era como ver todo a través de un lente. El proceso fue lento y dispendioso, y la mayor parte de la edición y corrección la hizo una buena amiga que también es escritora. AB: Cuando empezaste a escribir ¿Tenías en mente modelos literarios de escritores a los que querías imitar? JC: En mis primeros cuentos traté de imitar a Faulkner, a Flannery O'Connor y a Edith Wharton. Copiaba sus estilos y técnicas de narración. Nunca sentí presión por tratar de ser "original". Imitar, para mi, consistía en deconstruir un texto y por tanto era una buena forma de entender cómo se había escrito, de aprender a escribir. Eventualmente encontré un estilo particular producto del entendimiento y del conocimiento práctico, pero también de mis propias vivencias. AB: ¿Cómo te imaginas cuando tengas 70 años? JC: Sosegado, arrugado, pausado y otras muchas cosas terminadas en "ado". AB: ¿En qué estas trabajando actualmente? JC: Estoy escribiendo otra novela ambientada en Colombia y Nueva York. También escribo cuentos con la idea de publicar una colección de ellos más adelante. AB: ¿En cuál idioma escribes normalmente? JC: Si tenemos en cuenta que "escribir" literatura abarca todo el proceso desde la concepción de una idea hasta su publicación, entonces tengo que decir que siempre escribo en inglés y en español, aunque el resultado final sea en inglés o en español. El mío es un proceso muy interesante de traducción simultánea, en el cual mis ideas surgen en español y eventualmente las transformo en composiciones en inglés y viceversa. Cuando dominas dos o más idiomas, separarlos por completo es casi imposible. Entonces terminas por combinar las virtudes de ambos. El resultado es un lenguaje propio enriquecido con tus propias vivencias, pensamientos y sentimientos adquiridos en cada idioma y cultura. Lo mismo me ocurre cuando el resultado final es un cuento o un poema en español; siempre habrá en ellos ideas, sensaciones y giros linguísticos que he tomado prestados del inglés. AB: En Aurora Boreal tenemos otra sección "mejor restaurante ..." la cual construimos basados en las recomendaciones de nuestra comunidad de aurora borealinos. En tu opinión ¿Cuáles son tus restaurantes preferidos en Ibagué y en Nueva York? JC: En Ibagué, El Portal de Calambeo. En Nueva York, Hell's Kitchen. AB: Te iniciaste como publicista ¿Qué opinas del marketing del escritor? JC: Vender un libro y/o un escritor como lo hacen actualmente, como si se tratase de un yogurt, me parece lamentable. Prefiero los métodos antiguos: los recitales, los artículos y las entrevistas.AB: ¿En quién está inspirado el personaje de Rosalba en tu novela La aldea de las viudas? JC: En mi abuela paterna. AB: ¿James, en qué idioma sueñas? JC: Generalmente en español. AB: ¿Qué libro estás leyendo actualmente? ¿Recomendarías una buena película a los lectores de Aurora Boreal? JC: Estoy leyendo Bury Me Standing de Isabel Fonseca. En cuanto a películas, La Vida Secreta de las Palabras, de Isabel Coixet. AB: ¿Un artista es siempre pasional? JC: Si. La pasión es inherente a la personalidad de todo buen artista. AB: ¿Tienes algún cuento escrito en español? JC: Si, pero hacen parte de mis escritos que no pienso publicar, al menos por ahora.AB: ¿A quién admira James Cañón? JC: A mi abuela paterna, por su tesón y buen humor; una mujer maravillosa que rompió todos los moldes sin saberlo. AB: ¿Eres más escritor que lector? ó ¿Eres más lector que escritor? JC: Leo mucho, muchísimo más de lo que escribo. AB: La cantante Shakira, - con su Fundación Pies Descalzos, declaró a The Economist - The world in 2010 que su fundación está demostrando que sí se puede educar a los niños más pobres. Miles de niños pobres reciben en Colombia, gracias a su fundación, comida, educación y apoyo. Por US2,- al día. Además Colombia tiene una de las poblaciones internas de desplazados más altas del mundo, razón por la cuál la Fundación Pies Descalzos enfocará sus esfuerzos a este grupo. ¿Crees que desde la literatura (y el arte) un autor tiene el poder de ayudar a influir y comunicar en beneficio de una solución al problema de reducir la pobreza y combatir el desplazamiento interno de población? JC: La literatura es una herramienta poderosa para retratar una sociedad, para crear conciencia acerca de problemas sociales e instigar un cambio. Basta con que tu libro llegue a una persona para que tenga el efecto universal que una buena causa requiere, porque esa persona puede ser un Martin Luther King o un Mahatma Gandhi. WILLIAM OSPINA Poema Nietzsche de William Ospina Está muriendo un Dios en el centro de un ópalo del color delcrepúsculo.Está muriendo una hoja de hierba en el pecho de Cristo.Está muriendo una rosa en el aire estancado de la catedral deMaguncia,traspasada en el aire por una quemante aguja del sol. Está muriendo una llanura donde retozan embriagados leopardos.Está muriendo un ángel sobre un glaciar blanquísimo.Está muriendo un barco lleno de ancianos en una colina delcielo, en un aire cargado de delfines livianos y azules. Está muriendo una cúpula bajo el asedio de las mariposas.Está muriendo un lupanar lujoso y sonoro de besos enfermos.Está muriendo mi corazón bajo los crueles halcones del olvidode Lou.Me estoy borrando en sus pupilas bellas y esperanzadascomo lienzos. Está muriendo un pájaro en un bosque de nubes.Está muriendo una lucha glacial bajo mis sábanas de seda.Algo muy bello está borrándose por las bahías de mi infancia.Algo muy triste calla en sus violines.

Arte en: Colombia

El arte colombiano yace de las raíces hispanas con las prehispánicas sudamericanas, y debido a la gran complicación geográfica del país, su cultura se divide en subculturas, como los Costeños, que radican en la costa Atlántica y las sabanas del norte, y descienden en su mayoría de los esclavos africanos; su principal referencia cultural en wikipedia es la banda ChocQuib Town; los Paisas, procedentes de Antioquia y el Eje Cafetero, que se caracterizan por dialéctica y arquitectura específica; los Llaneros, de los llanos de Orinoquía y la frontera con Venezuela; los Santandereanos, de Santander y Norte Santander, orgullosos de su artesanía, su arte culinario, y los festivales de la Guabina y el Triple en Veléz; los Vallunos, que son mestizos mezcla de andinos, indígenas, blancos y africanos; los Tolimeses, de Tolima, donde se encuentra Ibagué, considerada la capital musical de Colombia, y contando con los festivales del Espinal y el Folklórico colombiano, destacan músicos como Cantalicio Rojas, Gentil Montaña, Luis Enrique Aragón Farkas, entre otros; cuentan con sus escritores con gente como Diego Fallón, James Cañón o William Ospina, entre otros; en su plástica destacan los artistas Darío Ortiz Vidales y Darío Ortiz Robledo, entre otros; están entre los subgrupos, los Serranos, de Nariño y la frontera ecuatoriana, con gran población indígena awá; los Amazónicos, de Las Selvas del Surcosteños de té del país; y los Cundiboyacenses del Altiplano Cundiboyacense, donde se desarrollan las culturas herrera y muisca. Hablando más generalizado, los elementos más destacados de su artesanía son el sombrero vueltiao zenú, cuyos dibujos o pintas son representaciones de cada familia, y la mochila arhuaca, también conocida como tutu iku. Y en cuanto a las artes plásticas se refiere, el primer periodo artístico colombiano es durante la época colonial, predominado por los tres Figueroa: Baltasar de Figueroa el Viejo, Gaspar de Figueroa hijo, y Baltazar de Figueroa el joven; siendo esta familia predecesora de maestros como José María Espinoza Prieto o Epifanio Garay; el periodo colonial se atraso mucho debido a la independencia de 1819, pero ya para los años 20´s del siglo XX, pintores como Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Santiago Martínez Delgado, entre otros renuevan con base a un dinamismo modernista en el muralismo colombiano, influenciados por el muralismo mexicano, el neoclasicismo, y el art nouveau; es Ricardo Gómez Campuzano, quien en los 40´s da la vuelta de hoja, y es de los primeros en incorporarse al posmodernismo global. Con todo esto, es el artista Alejandro Obregón a quien se le ha llegado a llamar el padre del arte colombiano, debido a su originalidad que dicese únicamente de éste país. No obstante, el máximo personaje de la plástica colombiana a nivel mundial es el pintor Fernando Botero, quien en una manera figurativa ha encontrado una personalidad muy subjetivista a lo largo de sus trabajos. Otra cosa artística muy representativa de Colombia es la historieta, también conocida como monachos, que con influencia del cómic norteamericano y mexicano, da origen a cómics como Mojicón de Adolfo Samper en los 20´s, Copetín de Ernesto Franco, Calarcá de Carlos Garzón y La Gaitana de Serafín Díaz en los años 60´s; ya de los 80´s a la actualidad, el cómic colombiano ha tomado una rítmica internacional, con ediciones como La Tomata de la Embajada de Jorge Duarte, Los Monos de Jorge Peña, La Colonia de Bernardo Ríos, El Nuevo Futbol de Colombia de Fabián Tuñón, Click de los hermanos Campo, entre otros. Destaca el festival de Bucaramanga por su convención anual de cómics. Y entre sus literatos más reconocidos se encuentran Jorge Isaacs, Gonzalo Arango (fundador del Nadaísmo colombiano (en respuesta al dadá, al surrealismo, al nihilismo y la generación beat)) Álvaro Mutis (ganador del premio Cervantes), Fernando Vallejo (ganador del premio Rómulo Gallegos)José Asunción Silva (de los principales cabecillas del romaticismo latinoamericano), y el más relevante: Gabriel García Márquez, quien en 1982 gana el nobel, es el principal expositor del género realismo mágico, de donde destaca la novela 100 años de Soledad, y es de los principales representantes de la literatura latinoamericana a nivel mundial, nombrado por Pablo Neruda en la afirmación de que no había una novela tan buena como 100 años de Soledad desde el Quijote. Finalmente, en cuanto a la música se refiere, en Colombia la música más destacada es la cumbia y el vallenato, el bambuco y el pasillo, por no decir del joropo y el currulao. museo nacional de colombia horario de atención:martes a sábados de 10:00 a.m. a 6:00 p.m. domingos: 10:00 a.m. a 5: 00 p.m. dirección: carrera 7 no. 28 - 66. departamento: bogotá distrito capital ciudad: bogota d.c. teléfono 3816470 correo:info@museonacional.gov.co página web:www.museonacional.gov.co museo jorge elieser gaitán ubicada en la calle 42 número 15 - 52 del barrio santa teresita de bogotá museo de la tertulia (arte moderno) dirección: avenida colombia no. 5-105 oeste teléfonos: 8834116- 8835001horario: martes a sábado 9:00 a.m a 7:00 pm ; sábados de 10:00am a 5:00pm museo universitario de la universidad de antioquia bloque 15 ciudad universitaria de antioquia tel 42195185 museo de arte colonial de colombia horario martes a viernes: 9:00 a.m. a 5:00 p.m.sábado y domingo: 10:00 a.m. a 4:00 p.m. lunes: cerrado visitas guiadas para grupo, dirigidas a grupos de estudiantes, empresas y turistas, en español e inglés, previa reserva. valor de la entrada adultos $2.000 estudiantes con carné $1500 niños $1000. ministerio de cultura de colombia carrera 8 no. 8 – 43 bogotá d.c., colombia teléfono: (571) 3424100 fax: (571) 3816353 ext. 1183 linea gratuita: 018000 938081 horario de atención: lunes a viernes de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. términos y condiciones webmaster: prensamincultura@mincultura.gov.co museo de arte moderno de bogotá mambo calle 24 #6-00 por el parque de la independencia. martes a sábado de 10am a 6pm, domingo de 12 a 5pm costo estudiantes y maestros 2000, particulares 4000 parqueadero 1000 museo rayo de lunes a domingo de 9am a 6pm costos 3000 niños, 8000 adultos museo de dibujo y grabado latinoamericano concertado con el ministerio de cultura calle 8 no. 8-53 roldanillo, valle del cauca, colombia. tel. 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